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Contra toda forma de progreso

Contra toda forma de progreso

Una vez trazadas en el concilio de Trento las grandes líneas maestras del dogma católico y definida en el concilio Vaticano I (1870) la infalibilidad del Papa, parecía desaparecer del horizonte de las ideas la necesidad de nuevos concilios.

Con el concilio de Trento, la Iglesia contaba con los medios y la autoridad doctrinal suficiente para garantizar la ortodoxia y esclarecer cuantas dudas pudieran ir surgiendo en las materias relacionadas con la fe y las costumbres, con las creencias teóricas y las conductas prácticas. De ahí la gran sorpresa que provocó el anuncio del papa Juan XXIII, el 25 de enero de 1959, de su propósito de convocar un nuevo concilio.

Pero, más allá de la sorpresa inicial, lo cierto es que se trataba de una decisión plenamente justificada, adoptada por un hombre dotado de un gran realismo, una penetrante perspicacia y una notable fuerza de carácter. En efecto, bajo la aparente quietud de las aguas en la superficie del universo católico, se agitaban en el fondo corrientes encontradas, tensiones latentes, que estaban reclamando un profundo análisis y una urgente solución.

El dogma de la infalibilidad del obispo de Roma era una de las cuestiones más espinosas. Si el Papa es infalible por sí mismo, y si, además, en virtud de su suprema autoridad de jurisdicción sobre toda la Iglesia puede nombrar, trasladar o deponer libremente a los obispos, parecía que éstos quedaban reducidos a la condición de meros ejecutores de las órdenes del sumo pontífice. No parecía tener ninguna significación práctica la afirmación del concilio de Trento de que los obispos son puestos al frente de sus diócesis por el Espíritu Santo, lo que en la terminología eclesiástica equivale a decir que les asiste un derecho divino, que debe ser respetado por el Papa. Era urgente armonizar estos principios y delimitar las fronteras y las competencias de ambas instituciones, entre otras razones porque, en el sentir de no pocos obispos, la curia romana no los trataba y respetaba de acuerdo con la dignidad y autoridad que les confería el hecho de ser sucesores directos de los apóstoles.

También en la comunidad de los teólogos existía una amplia sensación de malestar. Muchos entendían que no gozaban del clima de libertad intelectual necesario para llevar adelante, sin trabas, sus investigaciones y publicar sus resultados. Se habían vivido, en el pasado reciente, episodios muy dolorosos a propósito, sobre todo, del modernismo. Las autoridades doctrinales romanas mostraban una innegable desconfianza hacia muchos pensadores, tachados de ideas afines a aquella doctrina considerada como “la suma y la síntesis de todas las herejías”. Fueron frecuentes las delaciones. Muchos profesores se vieron obligados a retractarse, fueron privados de sus cátedras y reducidos al silencio. Los métodos empleados por el Santo Oficio para la toma de decisiones distaban mucho de ser transparentes. A los acusados se les concedían escasas oportunidades de defensa. Era un secreto a voces el descontento de los exegetas. La Pontificia Comisión Bíblica, creada por León XIII en 1903 para impulsar los estudios de la Sagrada Escritura, emitía, bajo la autoridad del Papa, dictámenes que no se correspondían con los resultados de las investigaciones de la crítica bíblica más solvente. Hasta 1943, con la encíclica Divino afflante Spiritu, no comenzaron a abrirse puertas y ventanas por las que pudo penetrar en el espacio católico la corriente de los modernos estudios.

También estaba a la espera de una respuesta satisfactoria el problema de la relación de la jerarquía, es decir, el Papa y los obispos, con los seglares. Parecían reducidos a la condición de grey que sigue ciegamente, y sin presentar objeciones, la senda que le señalan sus pastores. No se tenían en cuenta las opiniones autorizadas de seglares expertos en algunos de los temas abordados por el magisterio, por ejemplo, en el campo de la moral matrimonial. Carecía de repercusiones prácticas la doctrina del sacerdocio universal de todos los fieles. Las instrucciones de los dicasterios relacionadas con el comportamiento ético no respetaban lo suficiente el principio de que todos los cristianos tienen el deber ineludible de atenerse, ante todo, a los dictados de su propia conciencia. Se diría que el pueblo de Dios estaba aún en la etapa de minoría de edad.

La emergente y cada vez más impetuosa corriente de los movimientos feministas había abierto un nuevo frente en el capítulo de las cuestiones pendientes de solución, a saber, el relativo al papel de la mujer en la Iglesia. Durante siglos, habían estado excluidas no sólo de funciones ministeriales, sino también de cualquier actividad que implicara el ejercicio de la autoridad eclesial. Su labor en la comunidad se había reducido a tareas asistenciales y obras de caridad. Pero ahora numerosas voces reclamaban un mayor protagonismo para ellas.

Existía, asimismo, una creciente presión en la opinión pública para abordar con seriedad, objetividad y claridad el problema, en sí mismo escandoloso, de la división de las Iglesias. Deberían buscarse las verdaderas causas de la desunión, individualizar los puntos de desacuerdo para intentar superarlos y, sobre todo, eliminar el clima de hostilidad y enfrentamiento que había prevalecido durante un milenio con las Iglesias de Oriente y durante cerca de quinientos años con el mundo protestante.

Y había una creciente descristianización de la sociedad occidental que obligaba a plantearse una pregunta fundamental: ¿Qué es, qué significa, qué sentido tiene la Iglesia para el hombre actual?

No eran preguntas que pudieran solucionarse con definiciones dogmáticas, anatemas al viejo estilo e instrucciones de obligado cumplimiento de los dicasterios romanos. Era indispensable crear un ambiente nuevo, introducir un nuevo espíritu. Y para ello era necesario un concilio. Para más información siempre puede contactar con historia-religiones.com.ar.

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