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La aportación personal a la acción creadora de la Divinidad es una pauta común en las más diversas religiones a lo largo de la historia.

El faraón egipcio ejercía los rituales matutinos para restablecer el orden creador; Adán y Eva tenían que abstenerse de comer del árbol de la ciencia como aportación ecológica al equilibrio de la creación; Jesucristo, con su muerte y resurrección, restableció este orden; a través de sucesivas purificaciones y reencarnaciones, la ascesis budista permite que la persona se integre en el universo.

Son ejemplos de cómo la humanidad ha entendido que cada uno debe realizar su aportación personal, su sacrificio, al acto creador iniciado por la Divinidad.

La leyenda de La-Que-Ama-Mucho-A-Su-Pueblo

Entre los indios comanches de Texas, esta aportación personal se reflejaba en la leyenda de una flor llamada, entre otros nombres, Wolf Flower, y también Conejo. La leyenda permanece viva en la actualidad, conservada en forma de cuento para niños, como tantas otras leyendas antiquísimas.

El pueblo comanche no conocía la idea de un solo Dios o un solo Gran Espíritu. Ellos adoraban a muchos espíritus, cada uno de los cuales representaba una acción. Por ejemplo, invocaban al espíritu del ciervo para obtener la agilidad, al espíritu del águila para conseguir fuerza, al importante espíritu del búfalo para obtener buena caza.

Según la leyenda, en un invierno de los tiempos pretéritos, la lluvia no cayó en las praderas de Texas. La sequía fue tan grande que ahuyentó la caza y sembró el hambre. La muerte abatió a los hombres y diezmó las tribus del pueblo comanche.

Entre los pocos hambrientos que quedaron vivos se encontraba la huérfana Muy-Sola, a quien en tiempo de prosperidad sus padres habían confeccionado un muñeco de piel de ante, con los rasgos del rostro pintados con jugo de bayas y plumas azules de guerrero coronando su cabeza. La niña quería mucho a su muñeco.

Un día, a la hora de la puesta del sol, el sacerdote de la tribu, que había subido al monte para consultar a los espíritus, regresó y dijo: “El pueblo se ha vuelto egoísta; durante años lo ha obtenido todo de la tierra sin devolver nada. Los grandes espíritus dicen que el pueblo ha de ofrecer un sacrificio. Cada uno de nosotros ha de quemar lo más valioso que podamos ofrecer. Las cenizas de la ofrenda serán desparramadas en el Hogar de los Vientos. Cuando el sacrificio se haya consumado, se acabarán la sequía y el hambre, y la muerte ya no os amenazará”.

Los hombres pensaron que sus más apreciados arcos con sus correspondientes flechas no agradarían a los espíritus; lo mismo pensaron las mujeres acerca de sus hermosas mantas teñidas a mano. Sólo Muy-Sola comprendió que debía quemar su muñeco: “Tú eres lo más valioso que tengo. Es a ti a quien quieren los grandes espíritus”.

Y así, cuando la hoguera del consejo se extinguía y la gente se había recogido en sus tipis para dormir, la pequeña Muy-Sola tomó su muñeco y una tea de la hoguera y subió al monte para ofrecer su sacrificio.

Pensó en su abuela y su abuelo, en su mamá y su papá, a quienes el hambre había devorado; pensó en lo que quedaba de su gente y, antes de que pudiera arrepentirse, prendió fuego al muñeco. Se quedó mirando la pequeña hoguera hasta que las llamas se apagaron y las cenizas se enfriaron; entonces las tomó en sus manos y las esparció por el Hogar de los Vientos, por el norte y el este, el sur y el oeste. Y se durmió hasta el amanecer. Cuando despertó, el suelo se hallaba cubierto de flores azules como las plumas prendidas del cabello de su muñeco allí donde habían caído las cenizas.

Y cuando el pueblo salió de sus tiendas, entendió el fenómeno como un milagro que simbolizaba el perdón de los grandes espíritus. Entonces empezó a caer una lluvia tibia y el suelo reseco volvió a cobrar vida. La gente comprendió que por encima del egoísmo reinante entre las tribus, el sacrificio de la pequeña les había salvado de la extinción.

A partir de entonces, Muy-Sola recibió el nombre de La-Que-Ama-Mucho-A-Su-Pueblo.

Otras leyendas de creación entre los indios de Norteamérica

La identificación con la naturaleza por parte de los indios norteamericanos, como en todas las civilizaciones antiguas, influye en sus leyendas de creación. En ellas se advierte hasta qué punto fueron sensibles al entorno natural en el que vivieron.

Según los indios mandan, el mundo era sólo plantas, agua y arena hasta que el Hombre Único mezcló arena con agua y del barro fue dando forma a los diversos animales que hoy la pueblan.

Para los esquimales, el cielo proviene de las disputas de una familia celestial: ante la mirada de sus padres, el hermano hizo enfadar a la hermana, que le persiguió con un tizón encendido: él se convirtió en la luna y ella en el sol.

Los indios pit river tienen un leyenda según la cual hombres y mujeres fueron creados por Coyote y Lobo a partir de las virutas que salieron raspando con un cuchillo unos palos de madera.

Por último, para los shasta, existe un creador llamado Chareya o el Anciano de lo Alto, que descendió sobre la tierra desierta y plantó los primeros árboles. Luego sopló sobre las hojas caídas y se convirtieron en pájaros. Rompiendo ramas, hizo al resto de animales.

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