skip to Main Content

Con la invención de la escritura en el llamado Fértil Creciente, alrededor de los ríos Tigris y Éufrates, empezaron a compilarse antiguas narraciones que describían el origen del mundo a partir de un caótico abismo germinal.

Durante el cuarto día de la fiesta de Año Nuevo en el templo de Babilonia se recitaba un poema: el Enuma elish. Este texto (conocido por sus palabras iniciales, que en acadio significan “Cuando en lo alto”) manifiesta el interés de la religiosidad sumeria por enlazar sus concepciones teogónicas y cosmogónicas con los orígenes del hombre… Todo este esfuerzo respondía a un claro objetivo: exaltar la figura de Marduk, el rey de los dioses.

Enuma elish

Según el poema, al principio de los tiempos existía una enorme masa acuática de la que surgió la pareja primigenia, Apsu (agua dulce) y Tiamat (agua salada). Ambos engendraron a Lakhmu y Lakhamu, quienes, a su vez, dieron vida a Anshar (“totalidad de los elementos superiores”) y Kishar (“totalidad de los elementos inferiores”). De la unión de los dos complementarios nació Anu (el dios del cielo). Apsu, añorando el silencio y la quietud previas a la eclosión cosmogónica, se irritó tanto por el jolgorio de las deidades jóvenes que decidió aniquilarlas. Algunas divinidades descubrieron sus intenciones y trataron de impedir que las llevara a cabo. Anu hizo surgir los Cuatro Vientos y creó las olas para perturbar a Tiamat, mientras que Enki (dios de las aguas dulces) adormeció a Apsu y, tras encadenarlo, le mató. Tiamat envió a los dioses un regimiento de criaturas demoníacas y les retó a luchar contra Kingu (poseedor de la Tablilla de los Destinos). Sólo Marduk se atrevió a entrar en combate, pero impuso como condición ser erigido dios supremo.

Tras vencer a sus adversarios y dar muerte a Tiamat, Marduk se convirtió en el creador del mundo. Dividió el cuerpo de su víctima en dos partes: con una construyó la bóveda celeste y con la otra formó la Tierra. Marduk intervino y dispuso las estrellas en constelaciones y configuró los elementos terrestres a partir de los órganos de Tiamat (“hizo fluir de sus ojos el Éufrates y el Tigris”, “sobre sus pechos amontonó las lejanas montañas”). Posteriormente, con la sangre de Kingu creó al hombre (“para que le sean impuestos los servicios de los dioses y que ellos estén descansados”).

Así, tanto el hombre como el mundo participan de una doble naturaleza. Ambos han surgido de una materia demoníaca (el cosmos ha sido creado a partir del cuerpo de Tiamat, mientras que el hombre ha nacido de la sangre de Kingu) y adquieren características positivas gracias a la intervención de Marduk (que ordena el cielo e insufla a los hombres un hálito divino).

Poema de Gilgamesh

Otro escrito babilónico fundamental es el poema épico Gilgamesh. Se trata de una compilación de diversos episodios aislados y reinterpretados hace cinco mil años a lo largo de doce tablas de arcilla (el número de tablas corresponde a un orden astrológico) encontradas en la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive.

Al principio de la epopeya se enumeran las grandes obras llevadas a cabo por Gilgamesh, rey legendario de la ciudad de Uruk, y a continuación se describe su tiránico comportamiento (“separa a los hijos de sus padres”, “no deja a la doncella al lado de su madre”…). Atemorizados por su desenfreno, sus súbditos pidieron a la diosa Aruru (esposa de Marduk y madre del género humano) que creara un contrincante a su medida. Y la divinidad modeló a Enkidu, un “valiente héroe” de apariencia bestial. Tras establecer relaciones con una prostituta, Enkidu perdió sus características animales (“no podía correr como antes, mas su espíritu ahora era sabio, comprendía”) y cuando se encontró con Gilgamesh, en lugar de asesinarle, se convirtió en su mejor amigo. Ambos aunaron sus fuerzas para combatir el mal.

El regreso a Uruk les deparó una desagradable sorpresa: Ishtar (diosa de la guerra y el sexo, conocida también con el nombre de Inanna) propuso a Gilgamesh que se casase con ella. El héroe la rechazó despectivamente y la divinidad, humillada, pidió a su padre (Anu) que creara al Toro Celeste para destruir al arrogante Gilgamesh. Tras derrotar al animal con ayuda de su amigo, Enkidu insultó a Ishtar y fue condenado por los dioses, de modo que murió doce días después. Gilgamesh, desolado por la pérdida, tomó conciencia de lo efímero de la existencia y se propuso descubrir el secreto de la vida eterna. Ése sería ahora su único afán.

Como sólo conocía a un hombre que poseyera el don de la inmortalidad (Ut-Napishtim, el superviviente del diluvio), fue en su búsqueda. Después de superar varias pruebas, Gilgamesh se encontró ante Ut-Napishtim, quien le habló de una planta que crecía en el fondo marino y restituía la juventud. El soberano consiguió la planta, pero, en un descuido, una serpiente se la arrebató (por eso este animal “rejuvenece” periódicamente al cambiar la piel).

La epopeya de Gilgamesh ilustra a la perfección la dramática condición humana, definida por la inevitabilidad de la muerte. Su mensaje es concluyente: la búsqueda de la inmortalidad conduce inexorablemente al fracaso.

Libro del Génesis

Aunque el pueblo de Israel centró su interés en la relación con Dios y relegó a un segundo plano la cosmogonía y los mitos de los orígenes, en los capítulos iniciales del Génesis (primer libro del Pentateuco y de toda la Biblia) se describen diversos acontecimientos fabulosos que reproducen tradiciones orales muy arcaicas.

El Génesis arranca con el célebre pasaje “En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra, empero, estaba informe y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo: y el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas”.

La ordenación del caos se llevó a término mediante la palabra divina (“Dijo, pues, Dios: Sea la luz. Y la luz fue”) y durante seis días se fueron sucediendo distintas etapas de la creación.

Después, Dios completó su obra formando al primer hombre (Adán) con “lodo de la tierra” e insuflándole “en el rostro un soplo o espíritu de vida”. Como “no es bueno que el hombre esté solo”, le hizo caer en un profundo sueño y, quitándole una de sus costillas, formó a Eva, que se convirtió en su esposa.

Ambos habitaron en el Paraíso terrenal, situado en el centro del mundo y donde brotaba un río que se dividía en cuatro brazos que llevaban a cada una de las regiones terrestres. En medio del edénico jardín se elevaba el árbol de la vida y del conocimiento del bien y del mal (del cual Dios ha prohibido que tomen frutos). Eva, tentada por una serpiente, desobedeció, porque estaba convencida de que si probaba la fruta del árbol adquiriría conocimiento, es decir, sería como Dios. Como en el Gilgamesh, se trata de un fracaso iniciático, ya que en ambos casos el objetivo es igualar a los seres divinos por su calidad de inmortales o por su sabiduría.

Adán acompañó a Eva en su desafío y ambos fueron expulsados del “lugar de delicias”. Habían cometido el primer pecado: a partir de ese momento estarían condenados a trabajar para vivir. Este primer acto de rebeldía transforma la condición humana y se convierte en el origen de todos los males que afligen a los hombres. Eva engendró a Caín y Abel, autor y víctima del primer homicidio. El crimen cometido por Caín le arrastró a vagar incesantemente por el mundo, donde construyó ciudades en las que reinó el mal… hasta que Dios enmendó la situación con el diluvio universal.

Así, el diluvio se convierte en un medio de purificación y al mismo tiempo en una catástrofe necesaria para hacer una tabula rasa moral. Estos dos conceptos son comunes a los mitos de otras culturas.

El diluvio en la tradición mesopotámica

El mito del diluvio aparece universalmente difundido y, con la excepción del continente africano, encontramos sus vestigios en todas las religiones del mundo. Es probable que catástrofes diluviales auténticas dieran lugar a estos relatos fabulosos, sobre todo si se tiene en cuenta que una de las primeras versiones procede de Mesopotamia, zona afectada periódicamente por las inundaciones de los ríos Tigris y Éufrates.

Casi todos los mitos del diluvio se integran en un ciclo cósmico: después de haber sido creado, el universo envejece, se deteriora. Los hombres se han reproducido de manera desordenada y han entrado en una espiral de decadencia (el mal impera por doquier): es necesario “regenerar” todas las cosas, borrarlo todo y empezar de nuevo. La acción diluvial, por lo tanto, es el resultado de un castigo divino que pretende poner fin a un período de corrupción y aniquilar a la humanidad pecadora. El mundo hasta entonces conocido desapareció bajo el agua, elemento estrechamente vinculado a las fases lunares y poseedor de un carácter purificador. Así pues, las aguas del diluvio no son demoledoras ya que, aunque las formas sean destruidas, las potencias creadoras permanecen intactas para que, cuando cese la mítica tormenta, surja de nuevo la vida.

En la epopeya de Atrahasis

El relato diluvial más completo se conserva en la Epopeya de Atrahasis (Atrahasis fue un rey de la ciudad mesopotámica de Shuruppak).

Según la tradición recogida en esta epoeya, los hombres, creados mil doscientos años atrás, se habían multiplicado y el alboroto que producían molestaba a las divinidades, que los habían creado para poder descansar y ser servidos por ellos. El dios Enlil decidió poner orden entre los humanos, y con este objeto en diversas ocasiones intentó reducir la población: primero envió la peste y después, dos sequías. Pero gracias al sabio Enki (que había enseñado a Atrahasis a combatir con éxito las plagas) la humanidad salió prácticamente indemne de las maldiciones divinas. Molesto con la intervención de Enki, el dios Enlil solicitó ayuda a las demás deidades para provocar un gran diluvio que acabase con todos los hombres. De nuevo el dios Enki salió en defensa del género humano y ordenó a Atrahasis que construyera una nave y se refugiara en ella junto con los miembros de su familia y algunos animales.

Entre tanto, los dioses reconsideraron su decisión ya que si los hombres desaparecían de la faz de la tierra, ellos tendrían que trabajar. Fue de este modo como, pasados siete días y siete noches desde el inicio de la tempestad, hicieron que remitiera la lluvia y Utu (el dios solar) devolvió la luz al universo. Terminada la inundación, y habiendo Atrahasis ofrecido un sacrificio a las divinidades, éstas renovaron la vegetación del planeta, lo repoblaron y recompensaron al valiente soberano con el don de la inmortalidad (An y Enlil le concedieron la “vida eterna, como un dios”). Aunque en un primer momento Enlil se enfureció con la renovada presencia humana, al final terminó aceptándola, pero adoptó dos medidas para evitar su crecimiento desmesurado: introdujo la mortalidad infantil e instituyó sacerdotisas a las que prohibió tener descendencia.

En la versión sumeria del mito, el nombre del monarca Atrahasis es sustituido por el de Zisudra, y el benefactor de la humanidad Enki recibe el nombre de Ea.

En el Poema de Gilgamesh

Otra variante mesopotámica del diluvio aparece en la tablilla número 11 del Poema de Gilgamesh. Como el relato anterior, guarda muchas similitudes con el mito narrado en el Génesis, por lo que se cree que ambas versiones proceden de una fuente arcaica común. Los paralelismos van más allá de la idea esencial que subyace en los textos (necesidad de destruir radicalmente a una humanidad y un mundo degenerados a fin de restituirles su integridad inicial) y se concretan en numerosos detalles.

El héroe Gilgamesh, en su búsqueda de la fórmula para la vida eterna, salió al encuentro de Ut-Napishtim (el superviviente del diluvio), quien le relató los hechos acaecidos durante el aguacero: cómo los dioses decidieron desatar la tempestad y cómo, advertido por el dios Ea, él derribó su choza de caña para construir un barco en forma de cubo perfecto (“su longitud ha de ser igual que su anchura”, le indicó la divinidad). Tras narrar el proceso de construcción de la nave, Ut-Napishtim cuenta cómo llevó a ella los animales y “la semilla de toda cosa viviente”. Su descripción de la inundación es sobrecogedora: “Todo lo que había sido luz era negrura; la vasta tierra era sacudida como una olla; cada vez más rauda, la tormenta sumergió las montañas”…

Cuando la lluvia cesó, Ut-Napishtim soltó varias aves para que reconocieran el terreno (primero una paloma, después una golondrina y, por último, un cuervo). Después, tomó tierra, y ofreció un sacrificio a los dioses en la cumbre de una montaña. Los dioses, arrepentidos por el excesivo castigo que habían impuesto a los hombres, se reconciliaron con ellos. Ea reprendió a Enlil por su idea (en lugar de intentar aniquilar a toda la humanidad, debiera haber sido más justo y haberse limitado a reprenderla). Enlil reflexionó sobre estas sabias palabras y bendijo a Ut-Napishtim (convertido en salvador del género humano) concediéndole el don de la inmortalidad.

En el libro del Génesis

En los capítulos seis a nueve del Génesis (primer libro de la Biblia) se describe el diluvio universal. La humanidad había crecido a lo largo de los años, pero su comportamiento era tan ominoso que a Dios le pesó haberla creado: “Viendo, pues, Dios ser mucha la malicia de los hombres en la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían al mal continuamente, pesóle de haber creado al hombre en la tierra”. Sólo conoció a un “varón justo y perfecto en sus días”, Noé. A él se dirigió con estas palabras: “Llegó ya el fin de todos los hombres decretado por mí: llena está de iniquidad toda la tierra por sus malas obras; pues Yo los exterminaré juntamente con la tierra”.

Pidió a Noé que fabricara un arca “de trescientos codos” de longitud, donde él y su familia permanecerían a salvo de la inundación que haría “morir toda carne en que hay espíritu de vida debajo del cielo”. Asimismo, en la nave debía llevar consigo un macho y una hembra “de todos los animales de toda especie”. Las aguas del diluvio lo cubrieron todo durante cuarenta días. Pasado el temporal, Noé envió primero un cuervo y después una paloma para comprobar si la tierra se había secado. Entonces desembarcó y construyó un altar donde realizó diversas ofrendas a Dios. Complacido, el Señor estableció una alianza con Noé y sus descendientes: “Nunca más maldeciré la tierra por las culpas de los hombres, atento a que los sentidos y pensamientos del corazón humano están inclinados al mal desde su mocedad; no castigaré, pues, más a todos los vivientes como he hecho”.

Aparte detalles menores, estas tres versiones del mito diluviano son muy parecidas.

Back To Top