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Divinización del pan y circo

Sin grupo no hay religión, ni tampoco habría ética. Un ser humano aislado no necesita la religión ni la ética, ya que no debe relacionarse con sus semejantes. En un período que muchos consideran laico, observamos que las grandes masas siguen congregándose alrededor de nuevos sumos sacerdotes y dioses: la televisión, el dinero, el fútbol o la música.

Dado que el fenómeno religioso es eminentemente colectivo, no es de extrañar que las nuevas formas de religión, o las nuevas caras que adopta el sentimiento ritual de siempre, se relacionen especialmente con el fenómeno del grupo.

Las reuniones de empresa o los congresos de los partidos políticos no son tan distintos de los antiguos cónclaves sacerdotales o los consejos de ancianos que regían tradicionalmente algunas comunidades.

Entre las numerosas congregaciones de masas que podemos observar y que tienen un sustrato claramente ritual, destacaremos tres: los mítines políticos, los acontecimientos deportivos y los macroconciertos.

En cuanto a los mítines, basta con observar el claro paralelismo entre el político y el sumo sacerdote. Los mítines de partido cuentan con un público completamente entregado y convencido de antemano, es decir, meros feligreses que comulgan por completo con las ideas que el sacerdote va a expresar. Es por ello por lo que un simple aumento en el tono de su voz hace que le aplaudan y vitoreen enfervorizados. Aplauden porque aplaudir forma parte del rito: estos acontecimientos políticos retrotraen a lo más oscuro e irracional de ciertos actos religiosos multitudinarios. 

El deporte de masas o la vuelta de los semidioses

Podemos partir de las Olimpiadas -un acontecimiento antiguamente consagrado a los dioses griegos-, que en la actualidad se han convertido en un fenómeno ampliamente divulgado por los medios de comunicación de todo el mundo. En ellas, los atletas, que equivalen a los semidioses, compiten entre sí. Cada país respalda a sus representantes con una identificación rayana en el fanatismo, puesto que estos atletas desempeñan un papel similar al de cualquier ídolo mítico.

Pero el deporte en el que este fenómeno adquiere unas dimensiones espectaculares es el fútbol: los estadios se transforman en inmensos templos donde miles de fieles vociferan juntos, lloran, entran en trance (con los goles), se indignan y se llenan de un júbilo colectivo que durante siglos sólo proporcionó el rito religioso. Los jugadores de fútbol, en especial las grandes estrellas, son más venerados que los santos y, aunque se trata de personas normales (incluso con un carisma y nivel cultural sensiblemente inferior a la media), se convierten en nuevos dioses o ídolos cuya sola presencia provoca histerismo y admiración entre los millones de seguidores de este deporte.

“Somos más populares que Jesucristo”

Esta frase, que escandalizó a unos, divirtió a otros y sorprendió a la mayoría, fue pronunciada en una entrevista por John Lennon, en uno de los momentos de mayor fama y éxito de su banda, The Beatles. Si recordamos que en algunas religiones de Oceanía los sacerdotes se disfrazan en los dramas culturales para tener la apariencia de los dioses, no es difícil buscar un símil en el mundo del showbusiness, especialmente el musical y el cinematográfico: los cientos de imitadores de Elvis Presley -no sólo cantando, sino también tratando de reproducir su físico- que hay por todo el mundo responden a esta necesidad del ser humano de parecerse a alguien a quien consideran superior.

A los occidentales nos extraña que aún existan culturas en las que algunos de sus miembros entran a menudo en trances místicos. El fenómeno de los fans (apócope del inglés fanatic, con lo que se obvian más comentarios) es tan real como los trances de otros lugares del mundo. Los gritos, lloros y ataques de histeria de las jovencitas cuando se hallan ante una celebridad que admiran con fervor ciego, convierten a estos actores y músicos en auténticos ídolos. No en vano se ha ampliado el campo semántico de esta palabra (ídolo), que originalmente se aplicaba al ámbito religioso y que hoy en día sirve para explicar la veneración que siente un sector de la población hacia ciertos personajes públicos que han ocupado claramente el lugar de los dioses en la mente de sus fieles.

Siguiendo la estela de las religiones no iconoclastas, estos ídolos están representados en pósters, camisetas y adhesivos. Incluso se les construyen verdaderos relicarios o altares a la manera de los santos cristianos o los tótems de otras religiones. Esto puede parecer exagerado, pero sólo hay que ver el lugar preferente donde los adolescentes colocan una foto dedicada de alguno de sus ídolos, para comprobar que se trata de un culto, al menos en su forma externa.

A veces ciertos estilos musicales incluyen referencias, a menudo clarísimas, a cultos sectarios, especialmente el satanismo. La primera referencia de la música popular del siglo XX al Diablo son los blues compuestos por músicos negros de las primeras décadas del siglo. Siempre desde el punto de vista de la leyenda -por tanto, uno de los cauces de toda visión mítica-, se dice que Robert Johnson, el primero de los bluesman que obtuvo fama mundial, aprendió a tocar la guitarra gracias a un pacto que hizo con el mismísimo Mefistófeles.

A menudo el Diablo no es realmente receptor de culto, sino una excusa temática, como en la excelente canción de The Rolling Stones Simpathy for the Devil (casi siempre mal traducida como “simpatía por el Diablo”, cuando la traducción correcta es “compasión por el Diablo”). Pero también hay grupos que han hecho del culto a Satán un concepto indisoluble de su música: el caso más conocido es el de la longeva banda britática Black Sabbath, cuya discografía está poblada de títulos tan sugerentes como Seventh Star, Heaven and Hell o Born again (referencia esta última, al nacimiento del Anticristo) que siempre están relacionados con el ocultismo y lo satánico. Una prueba más de cómo los conceptos rituales y el fenómeno de la música popular pueden ir ligados.

Entre ayer y lo futuro

El nuevo interés por el folclore parte de un compromiso cultural para salvaguardar las tradiciones, pero también sirve para recuperar el equilibrio que los hábitos de una sociedad mecanizada han desestabilizado.

Tras muchos siglos de cambio económico-social, las sociedades rurales han quedado a menudo como un pequeño reducto, pero eso no significa que el folclore desaparezca en su esencia. Simplemente cambia muchas de sus caras. Los aspectos cíclicos de carácter ecológico del campo fueron sincretizados por la religión, pero la superposición de una sociedad urbana con sus ritmos de consumo, las vacaciones preestablecidas o el ritmo frenético de trabajo han creado unas condiciones sociales proclives a añadir un nuevo sincretismo sobre el que ya existía: un cambio continuo de la forma sin alterar el contenido. Las festividades que se pierden en la noche de los tiempos se siguen celebrando de una u otra manera, y ni el cristianismo ni la laicización han conseguido impedirlo.

Una idealización del folclore

Se ha detectado un retorno a algunos elementos del folclore en una sociedad que se caracteriza por todo lo contrario. Parece la respuesta de un sector de la población que, harto de la mecanización y del exceso de control a que se someten sus mentes, decide tomarse un respiro. Mitificando el mundo de sus abuelos, tratan de volver a él en lo que pueden, con medicamentos naturales, productos ecológicos, retorno al medio rural y, en definitiva, una búsqueda de la sabiduría casi extinta que el progreso desbocado ha enterrado casi por completo.

La búsqueda de la fecundidad es uno de los parámetros que relacionan la religiosidad con el folclore. Casi todas las creencias basan parte de sus ritos más importantes en este concepto. Las opulentas Venus prerromanas son un ejemplo claro. Los romanos celebraban las Lupercalia (antepasadas de nuestro Carnaval), en las que los luparcos recorrían la ciudad medio desnudos, azotando con unos látigos hechos de tiras de piel de cabra a los hombres y mujeres que deseaban descendencia, con la intención de hacerlos fecundos. Aún hoy en día el Carnaval es una fiesta muy proclive al juego sexual, facilitado por los disfraces y la sensación de libertad que rezuma la noche, lo cual tiene su origen en un deseo de fecundidad. A este respecto, es curioso el origen pagano de la costumbre de los huevos de Pascua. Antes de la habitual cristianización de su contenido, era la fiesta por excelencia de la primavera y en ella las familias ingerían una gran cantidad de huevos para almorzar: un solo miembro podía comer entre media y una docena. Esta costumbre se ha mantenido, aunque hoy los huevos son de chocolate y se adornan con mil adaptaciones a personajes popularizados por los medios de comunicación para atraer a los niños. Esta tradición obedecía a razones de cohesión familiar -en algunos países es el padrino quien regala los huevos a sus ahijados o el tío a sus sobrinos- y, en una mirada aún más lejana, a cuestiones relacionadas con la fecundidad: el huevo siempre ha sido símbolo de fertilidad. El componente alegórico adquirió mayor fuerza con la llegada del cristianismo, ya que la Cuaresma era un período especialmente caracterizado por la abstinencia y la represión sexual, por lo que la Pascua abría un ciclo liberador y dedicado al intercambio sexual y, por tanto, a los ritos de fertilidad.

El folclore como foco de resistencia a lo oficial

El folclore siempre ha tenido un componente subversivo, de resistencia al culto oficial. En el caso del catolicismo, recordemos la llamada Fiesta de los locos que se celebraba en toda Europa hasta el siglo XVI (tras muchos intentos de persecución por parte de las autoridades), y en la que actores improvisados parodiaban los rituales cristianos para gran regocijo de los viandantes. También es reseñable la antipatía que el pueblo ha profesado a la Cuaresma (fiesta oficial cristiana y paradigma de recogimiento y culpabilidad) y las simpatías que ha despertado siempre el Carnaval, fiesta de origen pagano y folclórico, que en las diversas formas con que se ha revestido en la tradición popular muestra de modo inequívoco las tensiones generadas por esta ambigüedad; tensiones que son referencia permanente de otra tensión mucho más profunda, aquella en la que se debate desde lo más remoto de los tiempos la condición humana, a menudo incluso escindida entre lo profano y lo religioso, entre lo inmediato y lo trascendente, como queda reflejado en estos versos de la tradición catalana:

Carnestoltes quinze voltes I Nadal de mes en mes

Cada dia fossin festes I Cuaresma mai vingués

(Carnaval quince veces y Navidad cada mes

Hubiese fiesta diaria y la Cuaresma nunca viniese.

Por más que se esfuerce el dogma católico, es evidente que el pueblo siempre preferirá el Carnaval a la Cuaresma. La abstinencia y la austeridad no son lógicas en ningún folclore, a menos que sean inevitables por razones circunstanciales. El folclore siempre tiene un elemento vitalista y epicúreo, cosa que no puede decirse de las religiones.

En ocasiones, lo popular se acaba imponiendo a la norma religiosa imperante, incluso sin que haya sustrato cultural; es decir, en una fiesta impuesta por la religión el folclore introduce sus modificaciones y la adapta al sentir popular. Es el caso del Corpus. Esta festividad fue establecida por el papa Urbano IV en el año 1264 para conmemorar el misterio del cuerpo de Cristo sacramentado. Al cabo de poco tiempo, la fiesta enraizó fuertemente en las clases populares que acudían a las procesiones de este rito e iban añadiendo elementos como pequeñas representaciones teatrales o comparsas, para modelar la fiesta a su antojo: el resultado es una celebración con muchos elementos de origen profano, que Urbano IV nunca hubiera podido imaginar.

Y es que cada folclore reinterpreta el dogma de la manera más adecuada a las características de la zona y del pueblo que la habita. Esta maleabilidad ya la detectó Xenófanes de Colofón en el siglo VI a.C: “Los etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros; los tracios, que los suyos tienen el pelo rojo y ojos claros. Si el ganado o los caballos tuvieran manos y pudiesen dibujar, representarían a sus dioses como ganado o caballos…”.

Muchos siglos más tarde podemos constatar que todas las sociedades adaptan los modelos religiosos y que el caso de las festividades de origen mixto (folclórico-religioso) no es una excepción. El signo de los tiempos prevalece y, en el capitalismo más agresivo, el dios común (el dinero) pone un sello en todas las actividades. Navidad, Pascua, Carnaval, Corpus y el resto de celebraciones funcionan gracias al esfuerzo conjunto de las empresas y los medios de comunicación en buscar una excusa para conseguir el fin último que parece marcar el pensamiento del ser humano industrializado medio: comprar, vender, comprar, vender.

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